
Entonces le veo y la mandíbula casi se me cae al suelo.
Es guapísimo. Grande (qué digo grande, enorme). Por lo menos, dos metros por dos metros. Pelo castaño, corto, barba de varios días. Brazos velludos pero con pelo clarito, casi rubio. Fuertes. Un brazo suyo es como mis dos muslos. Lleva una camiseta de un rojo apagado y unos vaqueros blancos. Mucho culo no tiene, pero perfecto tampoco se puede ser en esta vida. Este es casi perfecto. Me aclaro la garganta y, haciendo un segundo intento de limpiarme las manos en el trapo, me acerco a él.
—Hola —saludo intentando que mi sonrisa resulte seductora y no intimidada.
—Hola —sonríe él y tiene la sonrisa más dulce que haya visto nunca. Es de esas personas que sonríen con los ojos a la vez que con la boca. A mi me tiemblan las piernas. Por el taller no suelen pasar tíos así. Ni de lejos.
—Venía a recoger mi coche —dice él señalando al coche gris de los faros nuevos —Me dijeron que estaba listo.
—Está, está listo —balbuceo yo. Mierda Fabián. Concéntrate. Profesionalidad. Aunque sea el tío más guapo que has visto en todo el mes, tú profesional.
—Genial. ¿Te pago a ti? —dice él sacando la tarjeta de crédito.
Yo me le quedo mirando como un gilipollas con una sonrisa de subnormal en la boca. No tengo ni idea de lo que está diciendo. Tan solo puedo mirarlo de arriba a abajo una y otra vez.
—¿Estás bien? ¿Te puedo dar la tarjeta o…?
—Sí, sí. Me puedes dar lo que quieras —respondo. ¿Pero qué cojones estoy diciendo? ¡Fabián, reacciona!
—Por supuesto que se puede pagar con tarjeta. Pasa a la oficina y te doy la factura. —interviene mi jefe. Nunca me he alegrado tanto de que me interrumpa. Estoy haciendo un ridículo de campeonato. Luis hace señas al buenorro para que le siga hasta el diminuto despacho que hay al fondo del taller mientras me mira cabreado. El buenorro también me mira, pero no cabreado, más bien preocupado. Debe estar pensando que los gases de los motores me han afectado al cerebro y me falta un hervor. Genial Fabián. Tú siempre dando lo mejor de ti mismo.
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