Jefe y sumiso

Jefe y Sumiso relato erótico gay escrito por Roma Robles

Enrique me observa por encima de la mesa con sus ojos negros. Trago saliva y jugueteo nervioso con el ratón del ordenador. Todo eso es ridículo. Estamos en mi despacho, soy su jefe y si alguien tiene que estar nervioso ahí es él. Sin embargo él está tranquilísimo, mirándome con su sonrisa de medio lado sin decir nada. Y yo siento que me falta el aire.

—Si quieres te lo puedo enseñar en su ordenador —me dice de forma casual.

—Va… Vale —balbuceo.

Se levanta sonriente y da la vuelta a la mesa. Siento que el corazón se me va a salir por la boca. Por lo menos antes el mueble era como un muro de seguridad entre los dos. Llega a mi lado y yo me levanto de mi asiento como si quemara. Él se sienta despacio, apoyando toda la espalda cómodamente en el respaldo. Me hace un gesto con la mano para que me acerque. Yo solo muevo los ojos, quedándome a una prudente distancia de ese hombre. Disimuladamente me aflojo el nudo de la corbata con el dedo índice. ¿Cómo hace este calor en pleno invierno?

—Acércate —me ordena él con esa voz autoritaria en la que últimamente no puedo dejar de pensar. Como siempre que me dice algo con ese tono de voz, mi cuerpo obedece sin pensar y se coloca junto al sillón de piel negra.

—Agáchate —me pide con una sonrisa malvada en los labios. Sabe que no puedo resistirme a él y eso le encanta —. Si no, no podré enseñártelo bien.

Me agacho un poco aunque desde donde estaba la pantalla se veía perfectamente. Lo hago a pesar de que en la susodicha pantalla no hay otra cosa que el fondo de escritorio.

—Más —murmura él en mi oído.

Me inclino hasta apoyar mis codos en la mesa, con mi cuerpo formando un ángulo perfecto de noventa grados. Enrique sonríe satisfecho.

—Bien —asiente con la cabeza cuando ya me tiene donde quería.

Si alguien entrase ahora, parecería que yo estoy mirando con muchísima atención el nuevo informe que me presenta el administrativo de recursos humanos. Quizás alguien podría pensar que estamos demasiado juntos o que es raro que un empleado se siente en el sillón de su jefe. Sin embargo, nadie podría ni imaginarse lo que de verdad oculta esa escena.

Mientras yo me quedo quieto mirando la pantalla Enrique echa disimuladamente una mano hacia atrás y me acaricia las nalgas. El simple echo de sentir el calor de su mano ahí atrás hace que se me tense automáticamente todo el cuerpo. Él lo nota y se ríe.

—¿Estás nervioso? —pregunta divertido.

—No —respondo, intentando que no se me note que estoy histérico.

—No me gusta que me mientas, ya lo sabes —dice él en voz baja.

No te pierdas el final de este historia homoerótica.