C de Cura

relato erotico gay amor entre un cura y un librero

—¡Buenos días nos dé Dios! —le saluda Herminia mientras le sujeta la puerta de mi librería. El párroco entra y se frota las manos. Ahí afuera hace un frío que pela.

—¿Qué padre? ¿Frío? —le sonrío.

—No lo sabes tú bien —responde él mientras pega las manos a uno de los radiadores.

—La verdad es que no. Como vivo arriba, los días que hace tan malo no salgo —digo señalando las escaleras que llevan a mi apartamento. Él asiente. Ya ha estado allí.

—Suerte que tienes. Yo entre la misa y los recados de la casa parroquial llevo todo el día de aquí para allá.

—¿Y qué se le ofrece en esta humilde librería? —le miro a los ojos mientras me muerdo el labio inferior. Azorado, el mira en todas las direcciones, deseando que no hubiese más clientes. Pero sí los hay.

—Yo… venía… a echar otro vistazo al libro sobre nuestra patrona que me enseñaste el otro día. Perdona que te moleste otra vez, el obispo está muy pesado con las celebraciones de este año.

Otra vez la excusa del primer día. La verdad es que muy original no es porque debe saberse la biografía de Santa Eulalia de memoria. Como ateo, nunca me alegré tanto de haber decidido vender libros religiosos en ese pueblo.

—Usted nunca molesta… padre —sonrío viendo cómo se pone rojo y carraspea de manera nerviosa.

—Bueno… ya te he dicho que no hace falta que me trates de usted. Me hace parecer más mayor de lo que ya soy —responde el cura, que no ha cumplido los cuarenta años.

—Como quieras… Julio —susurro el nombre en su oído mientras paso a su lado y me dirijo a la sección de libros religiosos.

Me sigue y pasamos junto a dos clientes que saludan al cura con la mano. Este les devuelve el saludo con un movimiento de cabeza pero no se para a hablar. Se lo agradezco, porque ya he visto a la gente acercársele y Julio puede tardar horas en quitárselos de encima.

Mi sección de libros religiosos se encuentra al fondo de la librería y, además de la biografía de l pobre Eulalia, tan solo contiene unas cuantas biblias, unos libros de cuentos infantiles sobre Moises y la vida de Jesús y unas agendas con citas del papa. A pesar de que sé perfectamente donde están las biografías, hago como que las estoy buscando y le hago sitio a él para que se sitúe a mi lado. Julio lo hace y enseguida noto un el roce de las yemas de dos de sus dedos que dibujan círculos en el dorsal de mi mano.

Roto la muñeca y me acaricia la marca del reloj, esa zona tan sensible donde se me ven tres venas azules entrelazadas. Un escalofrío me recorre como una descarga desde esa zona hasta la espalda y sé que él lo nota. Y le gusta. Aunque no se atreva ni a mirarme.

—Te he echado de menos —susurra —. Estas semanas en la parroquia están siendo una locura y tengo al obispo y al resto de párrocos todo el día encima.

—Espero que no en el sentido que estoy pensando —sonrío. Es una broma, pero a él no le hace gracia y deja de acariciarme.

—No seas ridículo —me recrimina—. No sé qué hacer.

—Dejarlo, Julio. No sé por qué te resulta tan difícil.

—Porque romper una promesa que se le ha hecho a Dios no es como cerrar una librería y abrir otra en el pueblo de al lado. Es algo que vendrá conmigo para siempre ¿es que no lo entiendes?

—Pues no lo dejes. Déjame a mí.

—Sabes que no quiero hacer eso.

—Y tú sabes que no puedes tenerlo todo. Me hace gracia que vengas a la librería fingiendo buscar algo, me mires, te pongas rojo y hagamos manitas mientras no nos ve nadie. Pero ¿cuánto crees que puede durar esto?

Una clienta nos mira desde el otro lado de la tienda y Julio disimula ojeando una de las agendas.

—Yo quiero que dure —murmura mientras pasa las hojas distraídamente —. Me gustas. Me gusta lo que tenemos. Sabes que no paro de pensar en ti ni de día ni de noche. Todas las horas que paso en el confesionario escuchando los dramas de todo el pueblo en realidad no estoy con mis fieles, estoy contigo, ahí arriba en tu apartamento. Haciendo… ya sabes.

No puedo evitar reírme y dejo caer la espalda contra una de las estanterías.

—¿De qué te ríes? —me pregunta él molesto.

Compruebo que la clienta está entretenida en la sección de novela romántica y aprieto suavemente mi entrepierna en su cadera.

—De que me has puesto cachondo. No sé cómo te las apañas con lo moñas que eres. Voy a despachar a esta clienta, cierro la tienda y te veo arriba en cinco minutos.

—¡Tengo que estar en el despacho del obispo a y media! —exclama él.

—Bueno, en veinticinco minutos algo podremos hacer ¿no? —respondo yo en su oído antes de desaparecer de su vista.

Julio sigue meditando sobre lo mal que está eso que está a punto de hacer mientras sube despacio las escaleras de la librería. Yo las subo de dos en dos.

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