—Tranquilízate.
—¿Pero tú le has visto? —Exclamó Octavio en uno de esos gritos ahogados que eran tan típicos de él. Al fin y al cabo, el baño de la oficina no era el lugar más discreto y lo que acababa de pasar no debía transcender.
—Tranquilízate y estate quieto —le pidió Eduardo sujetándole el rostro mientras trataba de limpiarle con una toallita. —No ha sido para tanto —insistió.
—Mira, yo no sé lo que tus amigos y tu entienden por normal pero pasearse disfrazado por la oficina y comerle la boca al primero que pase, en mi familia, no lo es.
—Si no te estás quieto, el que va a parecer que viene disfrazado a trabajar vas a ser tú —Octavio le miró y Eduardo trató de contener la sonrisa sin mucho éxito —¡Joder tío que pareces el joker! ¡No te toques! —exclamó cuando su compañero se acercó los dedos a la boca para evaluar el daño —Te lo vas a esparcir más. No te muevas y déjame a mi.
—Como no se quite… ¿Ese tío está bien de la cabeza?
—Todo lo bien que están los diseñadores de moda —sonrío Eduardo —No te enfades. No lo ha hecho a malas. Era una broma.
—Pues perdona pero no le veo la gracia a que un tío al que apenas conozco venga y me bese en la boca. ¡Y con pintalabios! ¡Que parece que vengo de visitar el lupanar de la esquina!
—No te ha besado.
—¿Cómo qué no? Si tú mismo estabas delante —se indignó Octavio.
—Quiero decir que eso difícilmente cuenta como un beso. No te mosquees que no ha sido para tanto.
—Pero ¿cómo no va a contar como un beso? ¿Tú a lo que has visto cómo le llamas?
—Un muerdo – respondió sin dudar Eduardo, mientras le restregaba la toallita por los labios, sin conseguir que saliese todo el carmín.
—Ah disculpa, es que no sabía que en vuestro mundo de gays creativos y liberados había clasificaciones a la hora de comerle la boca a alguien.
—Hay clasificaciones en tantas cosas… —suspiró.
—Ilumina a un profano como yo en la diferencia entre un beso y lo que ese energúmeno me ha hecho. Te lo ruego, oh gran sabio. —ironizó el otro.
—Lo que te ha dado David es un muerdo – afirmó el fotógrafo – Un beso es esto.
Agarró a Octavio por la nuca y le atrajo hacia él. Entreabrió la boca y, con toda la suavidad del mundo, lamió lentamente su labio inferior. Octavio, sorprendido, echó la cabeza hacia atrás, pero Eduardo le retuvo con firmeza. Entonces el comercial separó los labios como anticipando una queja, momento que el otro aprovechó para atrapar el labio inferior entre los suyos. Unieron sus bocas y Octavio, cerrando los ojos, permitió que su compañero le introdujese la lengua en busca de la suya. Se permitió saborear la calidez de Eduardo mientras sus lenguas se lamían mutuamente. Una parte de su cerebro quería hundir los puños en el abdomen del fotógrafo y apartarlo de él, pero, como en un hechizo, se sentía atrapado en una nube de sensaciones desconocidas que le envolvían y le paralizaban. Mientras que una parte de su cerebro quería huir, la otra pensó por un instante fugaz pero suficiente, que Eduardo era el hombre más sexy que había conocido nunca. La firmeza con la que mantenía su boca pegada a la de Octavio y la tranquilidad y el aplomo con el que le besaba se le antojaban tremendamente excitantes. Quería huir y a la vez quedarse. Empujar, gritar, besar, tocar. Odiar y a la vez amar. Muy a su pesar, notó como su pene se endurecía dentro de los vaqueros y en medio de la nube en la que se encontraba, como en un sueño, escuchó a una parte de su cerebro implorando que no se le notase. Que su acompañante no se diera cuenta del efecto que le había causado, de los pensamientos que estaba teniendo mientras notaba la fría porcelana del lavabo en la parte de atrás de sus caderas y el calor que emanaba del cuerpo de Eduardo por delante.
Finalmente, Eduardo dibujo con su mano el recorrido desde la nuca hasta la parte baja de la espalda, antes de retirarla y separarse suavemente. Le miró atentamente a los ojos, tratando de evaluar su reacción, sin miedo, sin culpa ni regocijo por lo que acababa de hacer. Octavio, por el contrario, se preguntó si su rostro reflejaba alguna o todas de aquellas emociones que estaba sintiendo, todas juntas, mezcladas, apelotonadas. Ambos respiraban aceleradamente y Octavio notó que Eduardo se había llevado con él la mayoría de los restos de carmín que tenía en su boca hasta hacía un momento. Tras unos instante que a él le parecieron horas, Eduardo retiró la mirada, un poco avergonzado y sonriendo dijo:
—Sabes a toallita.
Octavio notó como le subían los colores al rostro. Claro que sabía a toallita. Debía saber fatal. Encima ni le había tocado, solo había entreabierto la boca y se había quedado ahí como un pasmarote mientras el otro hacía todo el trabajo. Pensaría que era imbécil. Un imbécil que sabía a toallita. Bueno, pues mejor. Total, a él tres. Que sí. Que no. Finalmente balbuceo:
—Perdona.
Eduardo rio, por una gracia que Octavio solo llegó a intuir y acercando el pulgar a sus labios se los acarició apenas. Alargando la mano cogió otra toallita y reinició la guerra contra el pintalabios.
—Anda trae, que todavía tienes manchado.